El trabajo multilateral de las naciones a lo largo de los años ha probado tener muchos aspectos positivos. Pero últimamente, y con el Brexit como el mayor ejemplo, han surgido dudas al respecto.
A este punto ya es noticia vieja, el hecho de que Theresa May ha desencadenado formalmente el proceso de retirada de la Unión Europea, pero quién sabe si nos ha calado el hecho de que el Reino Unido, uno de los países más grandes y prósperos de la UE, pronto abandonará el bloque europeo.
Aunque el proceso pueda tomar dos años o más en concretarse, la decisión del Brexit sirve como una reprensión histórica y cuestionante a los promotores de una Europa unificada. No hay que ser extremistas, pero hasta podría poner en tela de juicio el futuro de la Unión.
Los comentaristas en favor de una Europa unida, a ambos lados del Atlántico, han argumentado que el Brexit es una mancha histórica, una decisión precipitada tomada por un electorado desinformado después de una campaña viciosa y unilateral. Pero descartar la decisión de Gran Bretaña como una anomalía es ignorar los hechos. Podríamos estar presenciando el crepúsculo de la era multilateral.
Es cierto que la historia de la civilización se ha construido por personas que se reúnen en colectivos más grandes, desde las aldeas a las ciudades-estado, de las ciudades-estado, a las naciones, y de las naciones a los organismos internacionales. Hoy vivimos en una era caracterizada por la proliferación de organismos globales como las Naciones Unidas, la Organización Mundial del Comercio, La Organización de Estados Americanos, y por supuesto la Unión Europea. La tendencia ha sido durante algún tiempo hacia la integración.
La gente ha creado estas comunidades más grandes por una serie de razones, pero la prioridad ha sido siempre la más básica: la seguridad. La Unión Europea es sin duda el mayor ejemplo de este ideal. Una organización forjada de la desolación de dos guerras mundiales, la UE reunió a los Estados de Europa en un compromiso continental de cooperación e integración. Su objetivo final era reunir a las naciones tan cerca que la guerra se haría inimaginable.
Y es justo a eso a lo que se debería tender, no a las divisiones. Pero el voto de Gran Bretaña el año pasado para ilustra los costos asociados a esa aspiración, y al multilateralismo en general. Los gobiernos se han distanciado cada vez más de las personas que gobiernan. Las comunidades locales han entregado el control sobre un número cada vez mayor de asuntos a burócratas distantes. Y la gente percibe cada vez más que sus propios grupos y creencias están bajo asedio de forasteros.
Este sentimiento no está aislado para el Reino Unido. La desilusión con los acuerdos multilaterales está muy extendida hoy en día. Basta con mirar las opiniones que tiene al respecto el presidente Donald Trump. Durante y después de la campaña presidencial, Trump ha denunciado reiteradamente los acuerdos internacionales de Estados Unidos. Esa retórica ha manipulado hasta cierto punto la opinión pública, la misma que ha llegado a pensar que los acuerdos internacionales son capaces de destruir la industria y los trabajos americanos.
La respuesta ha comenzado a ir por la vía del unilateralismo. En lugar de trabajar a través de las instituciones multilaterales para resolver sus problemas, los países han comenzado a pensar que es mejor estar solos, hacer las cosas por sí mismos. El unilateralismo puede tener algunos efectos positivos en ese sentido, tales como un incremento del activismo, o el compromiso político, cuestiones ambas que pudieron observarse en el Reino Unido, tanto antes, como después del Brexit.
Pero nadie puede dudar que el multilateralismo ha sido un gran motor de paz y prosperidad a lo largo de la historia, y deberíamos ser cautos al rechazarlo de plano. Ojalá y todo esto sean puras conjeturas, y el futuro pueda contradecirlas con firmeza.
Fuente: http://www.mundiario.com