Un estudio en Etiopía cuestiona la estrategia de la Unión Europea
Asmelash ha tenido una vida propia de las películas que hubiese preferido no interpretar. Este actor de 32 años y voz suave nació en Etiopía, pero a los 14 años fue deportado a Eritrea junto a su familia en uno más de los muchos desplazamientos forzosos que se han convertido en una marca de agua de la región. Tiempo después, y harto del hostigamiento de un régimen que llegó a encarcelarlo durante dos años tras negarse a participar como figura pública en actividades de propaganda, consiguió escapar del país e intentó por tres veces el viaje a Europa. Su ruta a través de Sudán, Egipto y Libia se convirtió en un infierno de privaciones, torturas y secuestros por los que aún arrastra deudas.
Hoy Asmelash lleva un año recluido de nuevo en el campo etíope de Adi Harush. “Mis parientes pagaron mi rescate muchas veces. No lo quiero hacer de nuevo”.
La historia de este joven africano es la historia de su generación. Como él, 400.000 eritreos se han visto forzados a abandonar su país en los últimos años en busca de seguridad y oportunidades. La inmensa mayoría se encuentra atrapada en no-lugares de tránsito o destino en países como Etiopía, que hoy alberga un número de refugiados cercano a las 800.000 personas.
Cuando una parte pequeña de esta población desesperada intentó buscar protección en Europa, la respuesta de los gobiernos e instituciones comunitarias fue entrar en pánico, primero, y esconder la cabeza, después. La ausencia de solidaridad y coordinación para hacer frente a lo que a menudo constituía una obligación internacional ha sido reemplazada por una respuesta en la que dos medidas destacan por encima de las demás: el blindaje de las fronteras a través de mecanismos directos e indirectos (como la externalización del control a países terceros) y el despliegue de programas de ayuda orientados a ofrecer medios de vida alternativos a la emigración.
En ambos casos, el propósito simple es evitar la llegada de más inmigrantes y solicitantes de asilo, así que la pregunta es inevitable: ¿en qué medida estas políticas cumplen la función para la que fueron concebidas?
Precisamente para contestar a esta pregunta, el prestigioso think tank británico Overseas Development Institute puso en marcha una serie de investigaciones que se abrió en 2016 y que se basa, entre otras cosas, en entrevistas directas a los protagonistas de los viajes. Si el primero de sus informes ponía en solfa los efectos disuasorios de las políticas europeas de frontera, hace pocas semanas los investigadores del ODI hacían público un nuevo trabajo que profundiza en otros dos elementos centrales de este debate: el efecto de la ayuda dirigida a generar medios de vida alternativos y la eficacia de las políticas de reasentamiento.
El informe –elaborado sobre el caso de inmigrantes eritreos en Etiopía- llega a tres conclusiones principales:
- Etiopía constituye un primer espacio de refugio para miles de eritreos. A pesar de las dificultades económicas y de integración a las que deben hacer frente, los países limítrofes de acogida como Etiopía constituyen un paso adelante en las vidas de la mayoría. Conviene no olvidarlo si consideramos que solo diez países (cinco en África subsahariana y cinco en Oriente Medio) acogen a la mitad de los más de 20 millones de refugiados del planeta.
- Los programas para fortalecer los medios de los refugiados permiten a las familias mantener la cabeza fuera del agua, pero no son suficientes para detener el proyecto migratorio. Eliminar las restricciones de acceso al mercado de trabajo tendrían un efecto mucho mayor, pero incluso en este caso una parte de los inmigrantes querrán intentarlo fuera.
- La única vía segura para reducir las pulsiones de emigración irregular es ofrecer alternativas legales para llegar a los países de destino. Los programas de reasentamiento, sin embargo, se han convertido para los eritreos en una quimera: de los 783.000 refugiados registrados por las agencias internacionales en Etiopía, el año pasado se tramitaron solicitudes de reasentamiento para menos del 1%.
Las implicaciones de estas conclusiones son múltiples y confirman lo que otros expertos han venido destacando con respecto a la respuesta de Europa a la crisis migratoria: tras la fanfarria retórica acerca de los Planes Marshall en África, lo que se esconde, en el mejor de los casos, es una estrategia fallida. En el peor, una estructura de cartón piedra orientada a encubrir el verdadero propósito de las ayudas, que es comprar la colaboración policial de los Estados de origen y tránsito.
El asunto se quedaría en una anécdota lamentable si no fuese porque la imbricación entre las políticas de control de fronteras y los programas de cooperación puede haber llegado a un punto de no retorno. Solo entre 2014 y 2016, la UE y sus Estados miembros comprometieron la friolera de 15.300 millones de euros en acuerdos migratorios de cooperación con estados terceros. En Etiopía, el fondo fiduciario resultante de la Cumbre euro-africana de La Valeta va a invertir 184,5 millones de euros. Y los gobiernos más duros de la UE ya están exigiendo que los indicadores de impacto incluyan cifras de retornados, una fantasía propia de Hans Christian Andersen.
Las políticas públicas deben estar basadas en hechos o, al menos, en una exposición transparente de sus motivaciones. La ofensiva antimigratoria de la UE no garantiza ni una cosa ni la otra. Necesitamos con urgencia un debate público informado sobre las implicaciones de esta deriva en la calidad y el futuro de la cooperación europea. El informe del ODI es un paso en la dirección correcta.
Por Gonzalo Fanjul
Fuente: http://elpais.com